Prólogo – Aviso a navegantes.
“To die or live by your own sword you must first learn to wield it aptly”
Porque ha de quedar claro, que se escribe de antemano y se dice como colofón. Derrotas sin derivas son el sueño de cualquiera que se hace a la mar, con rumbos sin deflectar, singladuras sin torpezas y sin zozobrar.
Tras los años y vivencias por los que pasamos y nos pasan cobra fuerza la sospecha de que hay algo cierto en lo que siempre habíamos intuido, cuando al fin nos permitimos aceptar lo desconcertante, incluso extraño, de la naturaleza de la realidad - de la vida. Es un algo elusivo, efímero y etéreo, casi indetectable pero que sin embargo impregna los cuatro costados de devenires y existencias.
Algo apenas vislumbrado en contadas ocasiones de sinceridad y calma, que como pícaro envés de tapiz burla disección y análisis al tiempo que demuestra la coherencia de su faz. Algo que alude a lo interconectado de la urdimbre y a lo denso de los paños. Algo invisible que se vuelve tangible cuando se alcanza al fin la comprensión del todo al dejar la infructuosa búsqueda del sentido aislado de sus partes, la visión de la totalidad frente a lo particular - cuando se llega a ver al proverbial bosque emerger de entre sus árboles aislados.
Ese momento es mágico, nos llena de humildad y plenitud interna, entre causal y desiderativo pero nunca correlacionado. La recompensa nos llena y enriquece, y sobre todo, nos ayuda a continuar la búsqueda de mayor entendimiento con el que sobrellevar lo adverso y hosco de existencia.
Porque el trascender de eso trata, de extraer la imagen amplia de las pinceladas del pintor impresionista, de poder nombrarlo todo sin ponerle nombre a las cosas, de leer textos arcanos sin conocer gramática o lenguaje. Consiste en adquirir, en suma, la sabiduría que nos permite interpretar los jeroglíficos con los que golpea nuestras vidas, de esa forma tan percusiva, el agobiante apremio de la cacofonía cotidiana.
Día uno.
Tercer lunes de Agosto. Una mañana brumosa que desdibuja el horizonte, difuminando el mar en su neblina. Todo en una vaga banda gris de espesor incierto. Hay calma chicha, no se mueven pájaros ni las hojas de los pocos árboles que quedan todavía en la memoria. A pesar de ello se recibe con algo de alivio tras el ventarrón constante del día anterior, como una tregua de su ruido fatuo que dirime utilidad del vano empuje de su definición.
La tripulación, como siempre que esto escribo, duerme. Duermen al vaivén del oleaje que cansado les recuerda la razón de su embarcarse, sin palabras empleadas que confundan sus sentidos. Seguirán durmiendo aún hasta que surja de su sueño el tiempo en que despierten, encontrándose en otro barco del cual serán su propio rumbo entre sargazos de tupida duda y escamas de entresueños – todavía enteros. Les emplazaré entonces a sus tareas pero duermen todavía, recordándome de mi torpeza en ejercitar paciencia junto a la poca sabiduría que acumulaba justo antes de perderla.
La enfermería, por fortuna, sigue vacía. Sólo unas punzadas como los retazos que avisan de un posible desenlace en el que cesen ilusiones y se trunquen los caminos aún no recorridos. Caminos a veces ciegos de repente e incapaces de restablecer las pautas del continuo canto - ese de sirenas nobles sin mentiras que contradicen a su nombre y se burlan del destino.
La última de ellas concluyó ya su descanso, saliendo de nuevo en su misión de laboriosa singladura recurrente - sin un destino que alcanzar, salvo el paliativo de no haberlo nunca tenido. Es ese un rasgo anestesiante de las duras carencias, esas que dejadas a sí mismas siempre envuelven a quienes las permiten en sudarios de imbricada oscuridad bajo las nubes plateadas del engaño.
Quizá sea ésta otra historia, y por ende parte de otra narración - aunque terca, que se sigue introduciendo bajo las raíces de aquella que empezara a ser narrada una mañana de neblina que ya torna calurosa, como agua hervida que se absorbe por terrones de tierra seca, que no llaman porque llamar no saben por sus nombres a los bífidos encajes del señuelo.
Hago una pausa para considerar el estado incipiente de estas notas, bitácora de cierta reflexión tranquila, que ha de surgir sin esfuerzos y no a contrapelo del recuerdo, entre las grietas de meandros de propios signos heridos. Ni bajo vórtices de rabia y ansia heredadas por contagios de la última aflicción.
Día dos.
Busco referencias en las entradas previas de esta bitácora, pero es vana la búsqueda: sólo páginas vacías preceden este nuevo inicio, retomado del silencio impuesto por lo imposible de dejar escritos rabia y miedo cada vez que dado a ello, me otorgaba la ocasión de conseguirlo. Así pues en este caso el blanco de las páginas es dicha, y con ella sigo fiel a constatar en esta entrada este momento – con la esperanza de seguir la ruta marcada en su comienzo.
Repaso mentalmente obligación y ocio, con propósito sincero de asignar razón y tiempo a cada ruego, distribuir risa y tarea en equitativos márgenes, y llegar sin sobresaltos al encuentro del día siguiente. Es un recuento que empieza ahora y se pierde en las múltiples salidas del próximo momento, que como estribaciones del presente se reclinan simultaneas sobre la tumbona amplia del ahora, con la sonrisa taimada de quien se sabe ser causa a la vez que efecto.
Yo también sonrío, y aprovecho el momento para cargar una pipa con Borkum Riff, que será en breve encendida y disfrutada como lo merece ese magnífico tabaco – cuyo aroma antes y después de ser quemado está tan imbricado con la historia y las fantasías de mi existir.
En el casco golpecitos de olas que no llegan, el trapo cuelga lacio, los mástiles inmóviles sin oscilación ni prisa. Ya no hay tiempo pese a que no existe su esencia si no su traza, pese a no ser más que densidad espesa en una urna mal cerrada, incapaz de contener pez o nobleza.
Un poco desprovisto de contexto sigo, con esa disciplina que se enseñaba antes y que ha quedado en cada gesto de mi habla, sin acritud ni sacrificio si no con la libertad que da el esfuerzo sostenido. Así preparo jarcias y trinquetes para una misión que ahora improbable se me antoja, pero que cualquiera que navegue sabe tornará rápido en crucial – quizá vital incluso. Cuando los imbornales se estén tragando al mar en una escora prolongada, con la voz gris de la galerna rugiendo sobre nuestra falta de destreza no servirá citar excusas de lo quedo que era el mar ahora.
Día tres.
Apunte retroactivo de hace dos días. Antes de entregarlo al olvido sin más alternativa lo registro, aunque fuera de secuencia. Al fin y al cabo eso no importa demasiado, nunca lo hizo. Las secuencias no obedecen a flechas antes-después, ni a patrones ahora-luego, no, en absoluto. Siempre ha sido no-lineal mi percepción del tiempo, recurrente desde su pretérito a futuros no ocurridos. Quizá la consecuencia de una apreciación continua del instante, que aúna los momentos en telares de entresueños asemejados entre sí, o al menos relacionados con varios grados de dependencia. Pero me distraigo de mi intención original, volvamos al apunte.
Es algo difícil describirlo, ocurrió de noche entre los silencios de estrellas empeñadas en ser luces bajo capas de sueño acumulado. No hay guardias a bordo, no creemos necesario estar alerta sin necesidad, tal vez por ello fuera suerte lo que permitió que su presencia fuera detectada – pero lo cierto es que los pecios aparecieron poco a poco, primero tímidos como por casualidad, después más abundantes. Acompañados de restos flotantes a su alrededor como única pista delatora del extraño suceso, sin seguir corriente alguna - como estancos pese al hecho de flotar.
Como anclas invisibles, otros pecios sumergidos les retienen, quizá como lo hicieran cuando fueron parte de un mismo navío en tardía muestra de fidelidad. Imposible adivinar a qué obedecen ya sus maderos hinchados, saturados de salitre y brea. A qué se debe que sus movimientos sigan siendo parte de un todo inexistente, o que sus colores aún coordinen con los de aquellos estandartes en los que dejaron de creer. Hay algo extraño en todo ello, algo rígido bajo la suave sábana de la casualidad. Me limito a registrarlo como tal, si bien entonces hubo amagos de verlo como lógico despunte de una nueva perspectiva, pobre de su realidad.
Y entre los rescoldos surgen nombres que explican sus motivos por primera vez. Rostros que reflejan comprensión con los absurdos del pasado azul. Claro que ya no importaría si no fuera falta todavía dicha explicación, y también claro que quizá no sea cierto nada si no una mala pasada del alma que aún la busca, que no aceptara aquello como posibilidad. Como fuera desaparece abruptamente sin aviso, haciéndome dudar de si ocurrió. Y es que a estas alturas ya no es fácil ser cronista de hechos inventados, me digo tristemente, siempre hay episodios que se apropian del evento con su ávido regusto por protagonismo trasnochado – incluso sin mala intención. Lo dejaremos, de momento al menos, así.
Día cuatro.
Bebo agua que refresca un paladar acostumbrado a la sed. El alivio agrada tanto. Vuelvo la mirada a las paredes de la cabina que contiene pertenencias y vestigios de otras ilusiones ya pasadas. No resultan raras, aunque ya no sean necesarias. Son los compañeros de una travesía en mar extraño, del cual quedan recuerdos pero del que no se sabe describir bien su color al medio día, ni el olor de sus puestas de sol. Claro que puede ser todo producto de la merma progresiva del recuerdo, de la incapacidad de recordar la intensidad del alba cuando por primera vez los ojos abren sus deseos a la luz del sol.
El agua se termina y vuelven los interrogantes asociados a la sed. No es que falten víveres, las vituallas fueron parte del meticuloso plan de viaje trazado por gentes que sabían bien su oficio, No, la reserva de agua alcanzará sin estrecheces, no habrá que racionar. Además está siempre la lluvia que rellena el improvisado aljibe de babor – por llamarlo de alguna manera. Llueve por las noches desde hace algunos días ya, lavando las velas y refrescando una cubierta bien calafateada – de nuevo gracias al bien trazado plan de los estibadores que incluía aspectos como aquellos, influidos mutuamente pese a su aparente desconexión. La sed existe por otros motivos, de cariz cambiante aún confuso aunque se les suponga comprendidos.
Y es que la experiencia puede ser inevitable pero no por ello surge entendimiento ni se despejan las incógnitas turbias de un claro punto de partida, las variables siguen siendo ocultas pese a tener nombre propio y a saberlas distinguir de entre los atardeceres cautos tras los que se camuflan, refugio de ladinas.
Tampoco son las noches demasiado oscuras cuando hay propósito en su designio, como no son demasiado largas las estancias en buen puerto ni demasiado angostos los caminos elegidos por correcto signo. Todo exige algo de su dueño, y más nos vale comprenderlo a tiempo si no se quiere uno convertir en un sucio servidor.
Releyendo estos apuntes me planteo utilidad y alcance. No es que su fin sea la notoriedad ni lectura por casual observador, pero tampoco desearía limitarlas al historiador de absurdos o erudito experto en su afán de descubrir recónditos aspectos de poca comprensión. Hay trucos para ello: más puntos y aparte, frases más cortas, staccato style. Y tijera, mucha tijera. Vana ilusión en cualquier caso, dejaremos que el momento rija su carácter sin más consideración.
Día cinco.
Se adivina algo duro bajo la pátina triste que se asoma en los ojos, profundos ya más por los años que por la edad. Algo más pesado que su propio peso, impregnado poco a poco en maneras y matices, absorbido a sorbos cortos entre ráfagas a bocajarro de adversidad. Algo distante ocupa los espacios que se agolpan bajo barnices de normalidad, de aparente calma que se agita sin ser vista por ojos ajenos. Siempre está la soledad, pero no es ella la que le da nombre al silencio impuesto, al callado gesto agazapado entre torpeza y lucidez. Capitán y barco ya unidos para siempre, no es posible separar lo que creció unido, ni disociar uno del otro – no a menos que se rasguen tiempo y luz, más allá de cualquier recuperación.
¿Hay acaso una razón por la que tener que ser menos, o de más parecer?
Me divierte entrar al juego sin jugar, viendo la fruición y el celo espeso con el que deambulan otros en su pavonear, orgullosos urogallos siempre en liza, siempre hambrientos de notoriedad – de ser plumas coloreadas bajo las que no hay piel ni membrana, contrachapados sin centro, orbitales sucios alrededor de centros sin hacer.
Me presto incluso a un hándicap propio que dé ventaja a los que corren la carrera por delante y hacia atrás, para demostrar con ello indiferencia al movimiento y desprecio a vanidades que presiden las ladinas ansias de ganar, de besar las mieles amplias del éxito a costa de la bondad, la embriaguez de los placebos como fuente de la próxima insatisfacción – que demanda ya más fuego en un ardido erial sin leña de la que poder hablar. La ambición de arrebatar a otros su tajada, comparando y cotejando mientras se cultiva inteligencia sólo para proyectar engaño y sombra en ocultación de realidad.
Veo sin sorpresa que el pasado tiempo durante el cual no hubo palabras no ha bastado para deshacer los lazos entre voz y cántico, ni para borrar sendas de fugacidad. ¿Emanan de mi ser esas uniones, o se unen espontáneas de manera ad-hoc absurda cuando se les da la opción? En cualquier caso es hora de cerrar tambuchos y preparar los aparejos, drizas y escotas adujadas sobre la mura de estribor; hay que volver al punto móvil de próxima acción.
Día seis.
Amanece el día siguiente con un color azul antiguo en el mar, mucho más profundo que el del cielo, ambos bien diferenciados en franjas definidas miradas en la distancia; es un buen augurio que presagia intensidad, la que ayer faltara en cada aspecto y cuya falta impide involucrarse por completo en las tareas, entregarse suavemente sin reservas al instante que preside al tiempo, y no al revés.
Ya se sabe que la inacción es tan dañina como la prisa, puede que incluso más – pero aún así dedico tiempo a su contemplación, sin palabras que tamicen una esencia entera - no hacen falta ni son bienvenidas, sólo sirven para relegarnos al papel de observadores fragmentarios, que no abarcan ya su todo y se dedican al despiece progresivo en un afán de disección.
Siempre con un cristal de aumento que también deforma, asignando asideros para asirse en la próxima visita a algo que por naturaleza ya no existirá otra vez, conformándose con sesgados planos que sus mentes dicen entender al poder catalogarlos, con pretensiones de una comprensión mayor - ¡qué irónico y qué justo castigo indetectable!
Así medito un rato, no dando nombre a lo visto ni pensando en ninguna asociación. Siendo parte de la brisa matutina, siendo centro del silencio que se extiende a mi alrededor. Soy y basta, no estoy. Se es más libre así, sin nombres ni etiquetas anilladas a las cosas, sin datos abrumadores que embotan ojos y piel. Percibiendo más que viendo, sentir más que saber.
Día siete.
Es mediodía, el calor sigue subiendo por los bordes de la tarde, en busca de una noche que cuando al fin llegue no sabrá qué hacer con su penumbra, ni podrá contrarrestar tanta acumulada ansiedad. Sólo el café nos recuerda quienes somos en momentos como éstos, cuando la memoria escrita se confunde con la dicha de saberse ya olvidada si no fuera así. Lo bebo a sorbos cortos, siempre sin azúcar – los sobrecitos se acabaron hace tantos años, coincidiendo con la desaparición de quien sabía abrirlos de esa forma tan particular. Tan astuto y engañoso como siempre, pretende hacer creer que puede suplantar al agua, hasta que cuando inconscientemente obedecemos el impulso, ésta lava posos y sus trazas preparando un nuevo rito de color.
Hay tanto que agradecer siempre, casi constantemente las razones aparecen, se reúnen junto a sus orígenes de antaño que ya pocos pueden ver. Por eso duele ver a todos empeñados en la insistencia por ignorar esa belleza en rededor, de sustituirla por los decorados fatuos de sus artificiales dependencias, servidumbres que sólo hacen que alejarles de una posible liberación. Todo en aras del logro falso, de mayor comodidad; yendo hacia lo fácil de la distracción y el ocio, de la tan cacareada diversión. Qué artimañas empleadas bajo manga, qué soterrada cizaña la que poco a poco mina la entereza y separa esfuerzo y recompensa, voluntad y privación debida de objetivo personal.
Su eficacia contundente abruma, reina su efectividad sobre súbditos aletargados en un trance de idiotez burlados por lo zafio, sin siquiera darse cuenta de la cárcel que los cubre en su vigilia y en su dormitar – porque ni siquiera sueñan ya.
Con ojos entrecerrados saboreo más café, aroma íntegro que llena por completo las papilas y que si no la aplaca, consigue que me olvide de la sed.
Día ocho.
La mañana siguiente me recuerda el carácter parecido de los días en esta parte del mar. Cada día empieza como una calcomanía del anterior, idéntico en todos sus aspectos hasta el punto de hacernos dudar de si realmente hemos despertado al hoy o si seguimos viviendo en ese ayer - que con suerte se dejara atrás, cuando los ojos se cerraron y los sonidos dejaron de sonar. El mismo aire, la misma luz, los mismos jirones en la retina que tamizan la visión. Las mismas manchas verde oscuras sobre los sargazos, los mismos puntos cardinales señalando direcciones no tomadas y rumbos sin azar. El mismo debatirse de la duda convirtiéndose en ilusión. Los contraluces creados por las velas, casi idénticos a su recuerdo, la misma serenidad en el nuevo principio de la oportunidad.
Nos alejaremos hoy temporalmente de la apacible derrota relajada para entroncar con las atareadas rutas del este. He de prepararme para el bullicio y picaresca con el que sin duda habré de bregar, me lo tomo como suerte que me brinda ese cíclope bicéfalo que rige nuestros destinos - otra ocasión de aprendizaje más que algo que lamentar. Además ya hay experiencia previa, muchas otras veces he salido de mis pautas en tareas tan lejanas como inciertas, de las que si no se regresara más paciente más valdría no volver.
Veremos otros rostros, algunos de ellos conocidos; habrá voces e intercambios de opinión; en suma aprendizaje para aquellos que se dejen impregnar por los olores encontrados y las vistas cruzadas. Para los demás, me temo, tan sólo un nuevo recuento de superficial hazaña sin un profundo logro que sostenga su pobre narración. Para aquellos que buscan lo nuevo sin saber de novedad, que ansían diferencias sin entender propio aburrimiento, que viven de la imagen proyectada sobre débiles pantallas vistas con unos ojos con párpados cosidos entre sí – para ellos, digo, aún queda la esperanza de un futuro despertar que quizá llegue más temprano ahora, a tiempo de evitar debacles de los que nunca más poder resucitar.
Pero mientras tanto, levo anclas y dejo que orza y quilla sigan juntas su camino hacia el canal. Ha empezado el viaje dentro de otro viaje, hay un destino que alcanzar y el fin es, como siempre, el camino a recorrer.
Día nueve.
El siguiente amanecer es lento, como siempre sucede cuando el débil sol de la mañana se parapeta tras gruesas capas de un denso gris-plata. Ha rolado el viento sin preverlo, los alisios predominan incluso en estas latitudes, y tras varios días con el aire saturado de barnices aparecen los indicios de una tregua. El mar picado advierte de su voluntad indómita, no es traidor quien ya lo avisa. La brisa es nueva y va diciendo de cambios venideros. Tal vez durante el día vuelva el amarillo sol a ser quien dicte rima y verso de los tiempos, pero ahora se contenta con ser sólo un disco adivinado en un segundo plano.
Se acaba el pan de pasas con el que desayuno desde hace ya semanas. No es la escasez la que me obliga a tal monotonía, como no lo es monótono elegir la misma dieta, ya que me ofrece sabores nuevos cada día. A pesar de quedas quejas de grumetes malacostumbrados no hay necesidad de abastecerse con lujo no ganado ni capricho inmerecido. Creo sin embargo que de arreciar el viento podremos dedicarnos al avituallamiento como medida pasajera y contentar así las voces disconformes con un frugal esquema. Elegir bien sitio y momento, he ahí la clave del entuerto.
Individualidad frente al individualismo, dos palabras semejantes que sin embargo no hablan de lo mismo, ¡ay de aquel que las confunda! Como tampoco son parientes soledad e independencia, y los antónimos candentes soberanía y sumisión. Ser capitán de propia nave, timonel de tu destino – sin injerencias externas ni la imposición taimada del entorno. Los hay que sólo buscan atracar en puerto ajeno, en aras de refugio sin importar si es adecuado o si rompe integridad; quieren retratarse en lienzo extraño ante paisajes que les dicen les darán seguridad. Justo lo que pierden en el instante en que por ello se decantan, y a ciegas abren las compuertas a la inundación de la sórdida malicia que está detrás de tales ínfulas sin justificación.
Están siempre dispuestos a amarrarse a dependencia impuesta por aquellos que vigilan que nada sea más ligero que sus pesados pies. Que no haya tobillo libre de grilletes aceptados por los que celan se cumplan esas reglas de la ubicua farsa de ser sólo parte de una tribu sin misión. La libertad se pierde en esa falsa búsqueda de seguridad, que sólo es libre quien no teme – no quien es aceptado por indigno tribunal. Hay que revisar las notas y reflexionar sobre lo dicho y hecho en manuscritos, buscando los sinónimos en diccionarios del propósito y no en los de la sinrazón - que son los que se nos vende al por mayor.
Saber esperar. Si tan sólo eso supiéramos.
Día diez.
Esta entrada no obedece a fiel recuento de la actividad a bordo, ni al detallado apunte de eventualidad. Es inversa, pues para ello he maniobrado el barco dejándolo a la capa y poder así capturar el momento que me urge su escritura – el mundo al revés.
La motivación de nuevo ese espejismo-sueño, de plasmar ideas en un papel tan blanco que rechaza manchas inservibles. Y la utilidad – o su falta – de la repetición, de la insistencia. Ya se sabe, ya dijeron sabios desde antaño, que repetir es el vehículo de la formación, pero no es ahí donde subyace lo que me incomoda ahora, no es ese el matiz del interregno dilatado al que me enfrentan omisiones y mi dubitar.
Porque se supone que una vez se tiene formación, y aunque haya un tiempo de afianzar ideas aún a cuenta de su repetirlas, también tendrá que haber valor. Valentía de abrazar lo incierto que conlleva seguir tu corazón, el coraje de emprender la travesía sin ninguna garantía de que será placida y dulce, mas al contrario se sabe que habrá tribulación – pero que ésta es requerida para firmar con el esfuerzo un broche satisfecho sobre el arduo quehacer, que como impasible mar de fondo, el día a día sella a su través.
El valor de aventurarse en lo correcto, pese a que conlleve adversidad, el valor de abandonar comodidad indigna que destrozará cualquier futuro logro, con su tinte biliar de repulsivo asco entre arcadas del recuerdo de indigno placer. El valor de ser, de serlo y haber sido uno con el alba y el ocaso, sin oscuridades en la noche y sin cegadores resplandores al amanecer – falsos fuegos de San Telmo fatuos en su relucir
Y ahora entramos en la idea del recurrente argumentar, de repetir mensajes ya enviados – e ignorados tantas veces antes que confunde entendimiento y habla a quien en ellos cree. Si no se actuó antes, digamos la primera vez, ¿se actuará ahora cuando la memoria puede repetir palabras que no quiso antes comprender? ¿De qué sirven los retruécanos donde ya no queda sed? Si no hay deseo no hay pasión, sólo disfraces de lujuria caústica que como sodio de inacción abrasa a quien la acepta sin siquiera cuestionar lo legítimo de su sentir.
La mayor golpea al mástil recordándome que he de seguir, meto la caña a estribor y libero la escota del foque a su caprichoso latigueo – en este momento no me importa qué rumbo tomar, incluso una situación al pairo me seduce como compañero escueto del amargo regusto que ahora siento. Suelto botavara y winches, qué más dará.
Día once.
Hoy cumple años lo que queda de mi infancia, mientras algo crece mi aceptar – fénix rojo resurgido de entre los rescoldos que quedaron en la pira ardiente de ilusiones y bondad. Siete son las décadas, su duplicado los lustros en los que nadie repara ni cuenta, eternos clandestinos atrapados entre medias de onomástica y nostalgia, juguetones ellos a los que no importa su ninguneado rol.
Con este apunte empiezo un propósito de enmienda que me aleje de regurgitares secos por inútiles, podridos por edad. En un intento me aproximo a la sonrisa, al guiño cómplice de travesuras, a la levedad del ser en equilibrio lejos de solemne vicisitud. No sé cuán lejos llegaremos, ni si bastará intención como bagaje o requerirá la ayuda grácil de aquel camino amigo que sin darnos cuenta nos llevara a nuestro hogar cuando más perdidos estuvimos.
Porque el riesgo de naufragio es alto, y la profundidad de simas espeluzna incluso a quien supo nadar. ¿Cómo entregarse sin reservas a un nuevo rumbo cuando un pre-tapiz de terciopelo negro obsceno se sitúa a veces sobre la colcha nupcial; cuando todavía marcas de sudario indigno cruzan el rostro de quien no mira hacia delante si no al lado de su temor, asomado al infinito hueco dejado por expolio gratuito, sin entenderlo nunca y recostado al margen de lo errado?
Es en estos puntos donde la sagaz herida se revuelve en contra de su huésped, y se ahonda más si cabe dentro de su absurdo, lesa humanidad que congratula el daño en lugar de lucha contra el mal. Es ahora cuando, más que nunca, debería leer algo que estuviera aún por escribir. A ello me dispongo, pero, ¿saldremos adelante?
Al parecer no fue lo suficientemente larga cuarentena, no bastó llevar mordaza durante dos años y un día – lo demuestra ahora subrepticia la incursión de la ponzoña de entre cuencos sin beber, agua maldita que supura de crimen que no prescribe por mucho que el intento domine voluntad. Qué voraz la piedra pómez que todo rompe y rasga, que sutil su maldición con voz de no-nacido insistiendo en la plegaria del viento adulador.
Día doce.
Arribamos hoy a playa mágica que nos espera cada estío, fiel a estilo y compromiso de belleza clara sin manchar. Como siempre, cuesta un poco capturar todo su abrazo, hay tanto que apreciar que el todo anula partes y su suma sobrepasa escala de beldad. No hay veleidad sobre su arena, de cristales son sus aguas, su color sobre la tierra toca el cielo mientras las mareas se apresuran en regresar. Tiene nombre propio pero no le falta al tiempo instantes para agregarle muchos nombres más, todos entre signos del pasado vivo, símbolos arcaicos del amor habido cuando lo dado fue eterno y lo entregado quedó.
Rielan los reflejos del ahora en un mar acariciado por la espuma blanca de sus olas, cual pechos saturados de sensualidad. Nubes que se asocian a las sombras refrescantes que añejan más sabores del tranquilo gesto, de paz. La calma campa a sus anchas, presentando sus respetos a la sinceridad. Es pronto todavía, astuto recurso que refuerza efecto porque brinda todo lo ocurrido todavía por pasar, sin suceder aún pero sabido de antemano, como promesa pre-cumplida aun antes de ser dada – que dar es lo que sabe hacer.
Se declara el día ocioso, una pausa en el quehacer. Tripulación y visitantes ambos coinciden en su agrado por pisar orillas otra vez, es tan óptimo el contexto compartido que hasta bucaneros pasan por doquier ¡Quién piensa ahora en hielo y hiel!
Prolongar lo prolongable, pero no hasta que sea insostenible. De lo que se trata es ver las balizas que demarcan los límites del cambio hacia peor, para corregir el rumbo y enderezar la torcedura antes de que la fatiga quiebre el más duro metal, mordido por el tedio y ajado entre sus fibras por la repetición. Pero cómo trasmitir la urgencia a quien no la siente, y sigue ufana el ritmo del desvanecido cántaro sin querer mirar en su interior, sin ver lo tenue del vínculo que para crecer demanda contacto y asiduidad, no la tonta frecuencia si no el deseo permanente ejercitado día a día, compartiendo libremente agua y almohada ya sin mirar atrás.
Si eso es riesgo en vez de santuario, si representa sacrificio en vez de ser un bálsamo quizá no sea menester darle cobijo entre los sueños, ni albergue entre la piel.
Día trece.
Ya se sabe que en un barco hay sitio justo para llevar sólo lo necesario, lo que pueda sernos útil en atravesada contingencia y por supuesto lo que se requiere para surcar las aguas claras de su navegar. La proximidad entre ocupantes es mayor que cuando en tierra, los roces más frecuentes, la intimidad eliminada en un repetido encuentro con los mismos seres una y otra vez. Todo ello no sólo nos limita lo superfluo, también nos dicta códigos de comportamiento y pautas de acción. Junto a las otras muchas cosas que no caben, en un barco no hay espacio para el miedo ni la lamentación, para la cizaña soterrada ni el mal sabor de boca contagioso, nadie debe ser la causa, volitiva o azarosa, de no sobrevivir – si es que al fin y al cabo de eso se trata.
Tomemos como ejemplo la niebla blanca habida antes de ayer, tan lenta y larga, tan apagada, que parece nunca disipará sus dudas ni su capa se desvanecerá. Que nos deja inmersos en su húmedo tacto y nos nubla la visión de cualquier cosa más allá del tormentín de proa, e incluso a veces hasta oculta el foque de los ojos del timonel. Dentro de esa niebla no hay lamentos ni auto compasión, no es un lugar si no el momento en el que aunar vigilia y calma en una alerta no exenta de tensión De aplicar exactitud al gesto, ejercitando esa prudencia que parece ser superflua pero que marca diferencia entre zozobra y flotación.
De ese entrenamiento se deriva una conducta práctica en la que propósito y frugalidad salen reforzados como los determinantes de un carácter, las balizas que señalan la riqueza de saberse llevar sin excesos, con individual soberanía que a nadie más le incumbe y de nadie necesita un permiso para ser. Pero hay más. También surgen asociados elementos que a priori no son obvios, y que por lo general pasan desapercibidos a quien o bien no los conoce o no los sabe reconocer.
Surge la absoluta indiferencia por comparación y cotejo, se fragua la capacidad de actuar de acuerdo a propio signo y sello, sin juzgar ni ser juzgado, sin necesidad alguna de ganar en juego fatuo de vanidad, ¡albores de una clave que resuelve el acertijo! – si es que damos crédito a voces que nos dicen de lo inevitable de su alcance, de lo omnipresente de su signo en nuestra edad.
Día catorce.
Sé que recurro a la metáfora una y otra vez, de una forma insistente y pasajera, abusando de mi suerte porque más allá de ambigüedad no hay nada y ese punto ya hace tiempo que quedara atrás. Podría sustraerme a su presunto embrujo, mantener un canto plano literal de directo alcance y sin ambages, pero elijo no seguir la ruta recta que llega demasiado pronto sin ofrecer esparcimiento y ángulos en los que ánimo y rima puedan anidar.
No cautiva más el cielo cuando está límpido de nubes, demasiado azul sin límites satura la retina que quiere ver un contrapunto que realce contexto y enmarque posibilidad. Al igual que la trivial lectura que distrae tiene su tiempo, en este cuaderno lo que busco es otra que sin ser espesa tenga densidad. No busco crear un vínculo nuevo si no nutrir el ya existente entre lector y lo leído, ser causa de catálisis en lugar de provocar catarsis – que pese a esas aparentes botaduras suelen acaban en tedio entre sargazos sólo diferentes al que lo inició.
Se acercan días de prolongada espera, de largas trasluchadas sin más referencia que unas boyas que ya hundidas, nos obligan a recurrir a su recuerdo para conseguir seguir el rumbo que marcaran antes de su desaparición. Más que ninguna otra cosa eso pone a prueba la entereza y la determinación, con la fe por vista y la esperanza por oído – que han de serlo réplicas mas no sucedáneos si se quiere el éxito alcanzar. Así dicho parecería misión ardua y difícil, cuestión de privación y esfuerzo por encima de placer. No lo es, en absoluto, si no el ejercitar de instintos ya afianzados y el dejar que el innato transcurrir del tiempo siga cauces debidos, con la previsión y el juicio como guía entre tanta sencillez.
Se sabe cuál será la recompensa al salir airoso de ese trance: doble ración de ron para todos sin excepción, unidad en el regocijo una vez cumplida la misión, cada uno sabiendo de su parte y contribución. Siento deseos de empezar.
Día quince.
Último viernes. El comercio se mantiene entre Tortuga y Fidji, sigue haciendo girar un mundo que cada día entiende menos de motivos y deja que la inercia dicte su movimiento. Hemos visitado un puerto franco donde intercambiar el género sobrante y reparar entuertos atrasados. Ya hacía tiempo que no íbamos a ello, y como cada vez sorprende el aumento de gañanes tatuados de entre concurrencia, empeñados en remarcar aún más su vulgaridad. Lo peor de todo no es su número si no la ordinaria falta de prestancia con que la ocupan el espacio, creyendo en su derecho de estar ahí – en lugar de en cualquier otro lado mereciéndose lugar y tiempo en que habitar.
Me recuerda a tiempos en los que doblar Hornos era empresa que costaba vidas y sudor, a los pendientes aro con los que se reconocía a aquellos que lo lograban; una señal pública de reconocimiento al logro privado, que un buen día se malinterpreta y extiende entre otros que pese a no lograrlo la pueden pagar. La apariencia es lo que cuenta, desligada de razón y rima – sin realidad interna que la sustente ni tener que demostrar ser merecedores de lo que se luce. Imágenes huecas de falsedad, credenciales falsas, burla y pretensión.
En realidad es un engaño más, aceptado y adoptado por una sociedad que premia dicho sobre hecho, que borra del esfuerzo su valor y vende sucedáneos como genuinos sin ninguna ética ni honor. Despiadado con sus gestos, el comercio bulle desde Azores a Malaca, cobra vida propia y no será ya nada lo mismo ahora que su suerte la dominan desde una tierra firma llena de codicia, desde la que ejecutar sentencias contra el libre pensar.
Día dieciséis.
De vuelta al estuario. Más ritos entre gentes que aún viven la ignorancia de sus antepasados, con su extrapolada reverencia hacia lo que entonces era oculto y ahora rechazan ver. La mortalidad clama tributo a quien la teme, eso extiende el dogma por encima de los mitos que lo crean, hasta sobrepasar a su leyenda y crear su propio tiempo de adoración al ídolo sagrado que se erige en cada cumbre, en cada cima de colina usada como pedestal. Quizá piensen que también en esto se comercia, que el trueque de la libertad por servidumbre pagará las deudas debidas a un benigno redentor que, pese a sus miedos, todo les perdona.
Lo cierto es que tras todos los siglos empleados y el despliegue inmenso de medios e intención, el logro es parco y a ojos vista merma; que el colectivo se relaja sin remedio y el individuo se miente sin parar, a un destajo que asusta a quien en ello piense – por eso ya nadie se atreve a cuestionar lo que no entiende ni entender lo que cuestiona a las órdenes que los caciques dominantes en cada cenagal. La compasión avergonzada por lo impune de corruptos, la bondad rehén del ansia y del abuso - por la que, dados los vientos imperantes, nadie se plantea ya pagar rescate.
No es ello óbice para que la multitud y hordas rindan pleitesía al boato reverencial, al folklorismo que acabará siendo el verdugo de su sinceridad, riendo abiertamente en desafío, desencapuchado ya que sabe no le reconocerán. Ni es tampoco obstáculo para que se plieguen criterio y suficiencia al plan que manipula con objeto de ser superviviente de su fallo, pese a su error. Descorazona ver ceguera, oír sordera y tocar las insensibles fibras del esparto con que cubren su falta de pasión.
Día diecisiete.
Como un sucedáneo de justicia está la ley frente a la ética, ese concepto esquivo que pocos entienden y aún menos quieren emprender. Son cada vez más los enrolados en esquifes débiles en rumbos trazados sin sextante, guiados por su propio placer – que tan a menudo se obtiene sólo al arrebatar a otros su querer. Son cada vez más numerosas las cartas náuticas erróneas que seducen a los débiles con el reclamo de estar libre de las ataduras de navegación, como sin un sin astrolabio se pudieran alcanzar los objetivos.
Con la pretensión de borrar manchas ocultas antes de que se produzcan, arguyendo astutamente su no aplicabilidad, que las pautas han cambiado y se está en edad de merecer – caiga quien caiga y a costa de lo que sea, siempre que sus movimientos ocurran entre los confines de un código ya laxo que ignora espíritu en su letra y admite los sobornos de su ejecutor. Son cada vez más esos lisiados que se autodenominan libres sin siquiera un atisbo de honradez, que lo honesto ya no vende ni con ello se puede trocar.
No hay nada nuevo bajo el sol, y sin embargo sigue siendo la ética víctima del abuso, la caridad la mofa del poder. y los dobles raseros campan a sus anchas incluso dentro de un solo ser. Los hay que prevarican y avasallan pero se justifican por no fornicar, los hay adúlteros que dan limosna en las iglesias, concubinas que entregan donativos a misiones en aún más cruel intento de compensar el daño que ayudaron a crear.
Y siguen los aplausos promulgados por los mercenarios de su propio beneficio, palanquines de su comodidad – los vítores egregios dados a caciques que malversan sus alcances en arbitrarios gestos de poder, con sus secuaces comadrejas ya prestas a la rapiña tras el precio de pernada pagado por su unión a esa madriguera de connivencia y asco, entre oropeles de poder.
Hay perros que huelen en el sudor el miedo, pero que se sepa todavía no hay nada ni nadie que pueda oler el mal bajo las risas falsas ni entre los abrazos fariseos de quien lo quiere suscitar.
Día dieciocho.
Se antepone el código penal frente a la norma interna de moral, con miedo al castigo muy por encima de reconocimiento del daño creado, de dolor llevado a otros por acciones u omisión, por la cobardía de ser sucios sin vergüenza, por la facilidad de hacer el mal sin entender sus consecuencias para propios ni ajenos. Pardillos en un juego de siniestro azar.
Ante ello yo contrasto por singular desdén a autoridad y auténtico desprecio a jerarquía; al no regirme regla si no un criterio propio de sensibilidad, formado o no ya antaño cuando las auroras eran frescas y el crepúsculo brillaba con intensidad,- cuando los perfiles eran claros y se hacían fuertes los emblemas del bien y el mal, distinguidos sus disfraces que no pueden ya engañar a quien los ha reconocido y visto tantas veces, ya faltos de originalidad.
Entonces fue cuando se fraguó el respeto que remplaza al temor; no necesito que nadie me diga cuál es mi obligación; sé donde están mis lealtades y bien conozco mi deber – para conmigo mismo y para quien quiero, que todo lo demás son espejismos de dios patria y rey.
Y cuando yerro equivocado no es el escarnio público ni la vergüenza lo que me hace cambiar, ya lo sufro yo por dentro más de lo que cualquier regla punitiva pudiera conseguir, ya me creo yo mi purgatorio propio donde mis pecados expurgar. Quédense con sus infiernos aquellos que los adhieren a motas ajenas y se jactan de su propia inmunidad.
Día diecinueve.
En el espacio comprendido entre la astucia de la orca y la nobleza del narval, en ese margen escueto entre oleaje y marejada, entre los pliegos perdidos de un cuaderno borrado por la sal del mar. Es en esas oquedades donde se refugian los sentidos del gritar ensordecido del vendaval y del griterío absurdo de ventiscas, es ahí donde subyacen lirismo e ilusión, la capacidad del alma humana de recuperarse del embate más sórdido y de la mayor oscuridad – tanto así que a veces pareciera se buscaran para poner a prueba tal capacidad.
Es en los ojos-mariposa de la mujer amada donde la profundidad del mar se recupera, olvidados en su aleteo los bajíos traicioneros y sus engañosos bancos de arena húmeda y sin sol. Es en los labios-beso donde quedan para siempre las promesas hechas, lejos de los ámbitos donde las medusas flotan como colchas de mediocridad. Es entonces cuando se detiene el tiempo y lo eterno se propaga con su propia luz, en un siempre que durará también mañana cuando se despierte en un lecho compartido con la dulce piel que todo lo puede, porque nada quiere para sí.
Por todo ello brindo con un brindis que festeja intensidad y entrega, que quiere celebrar el valiente paso dado hacia un compromiso sin miedo, sin temores coadyuvantes que coaccionen tanta inmensidad. Es un brindis solitario, que quisiera compartir pero no encuentro al rostro que conjuran mi mente y mis recuerdos, la voz que oyen mis oídos, el tacto que sienten las yemas de mis dedos al surcar su piel.
Es un vino seco y frío, que caerá completo entre misivas de ida y vuelta, breves destellos que no logran dar la luz que se requiere para iluminar ahoras ni mañanas, porque la tibieza no sirve pasado el punto de entregarlo todo, y rápido se acaba el tiempo de esperar mercedes del incienso y gracias del sol.
Día veinte.
Las oportunidades al principio se presentan, pero finalmente la oportunidad definitiva se ha de crear – cuando aún no sea demasiado tarde y aun se crea en uno mismo, cuando todavía hay algo que dar a quien se quiere amar. Dar el definitivo paso hacia adelante, por una vez con causa noble sustentando acción, en desagravio debido a los dados en rancios episodios anteriores, a sabiendas del error.
De lo contrario lo que ocurre es la inversión de causa por su efecto, el adelanto del velero por su propia estela, contradiciendo propósito e intención de lo natural establecido - acabando cual escualo que por quedarse quieto muere ya falto de razón. Tiempo muerto, tiempo sangrante.
Y la inquietud se sitúa por encima del umbral del sueño, creando un perenne insomnio del que ya no se sale fácilmente por mucho que se quiera todo encubrir; los latidos ensordecen y la respiración ahoga, las sábanas nos raspan, rechazo abrupto de la almohada, ya no más esa aliada para conciliar el elusivo sueño de los justos.
Las alarmas suenan anunciando el final del despropósito, que terminan los posibles y acabaron magia y brillos en las puestas de sol. Nos recuerdan que todo corazón de rosas se marchita y que las algas luego ocupan los espacios quedados al secarse el mar.
Día ventiuno.
Soltando amarras del noray sonrío, zarpar como último recurso de un nuevo momento en el que la ilusión se anilla a dedos que no llevan alianzas, sin protección ante la brisa ni parapeto contra lluvia inexistente salvo en su deseo de caer.
En el instante en el que el muelle suelta su presa se respira de nuevo, partir diciendo adiós a los recuerdos resurgidos de la estancia, con la esperanza de olvidar de nuevo todo lo que la marea trajo en su pleamar. Con la creencia en islas pasajeras en las que poder ser libre, sin atolones huecos que se llenan de promesas en las que nadie cree.
Las nubes se raciman en un oscuro cielo, ocultando las estrellas infalibles en las que todo se confía, con el norte enmascarado bajo una cruz sin sur. Huele ocre la noche, sabe azul la plenitud. En este instante existo sin siquiera plantearme unción de ángeles tan ebrios que ni siquiera pueden invocar a su dios.
Día ventidós.
Aunque él no lo sepa, esta pasada noche hemos perdido un miembro de la tripulación. Su desafío a la razón no se comprende, si bien todos los indicios estaban ya ahí desde hace días. Era sólo ya cuestión de tiempo que la vía de agua se abriera entre esas tablas flojas que querían serlo rotas por el flanco de su mediocridad. Una entrada tan triunfal en esa arena fácil que premia lo falso y remunera zafiedad. No se da por aludido, en vano intento de ignorar lo obvio y enmascarar lo absurdo de elección; echado tanto por la borda de la enanez mental, ya está decidido el fin de lo posible, tuvo su momento pero se perdió.
Poco a poco el barco se vacía. Los hubo desertores, una bendición su marcha en los comienzos de la expedición. Hubo quienes prefirieron cruceros ribereños en los que contentar su falta de superación, los hay que elijen las lagunas frente al mar para regocijarse en un mínimo esfuerzo sin afán de superación. Un navío fantasma seremos al final, cuando sin sorpresas encallemos entre las afiladas rocas de la costa, progresando cada vez más cerca de extinción.
Me digo a mi mismo que éstas son las reflexiones que acechan a los que fondean en bahías someras, sin calado azul que absorba tibieza e indecisión. Levar anclas cuanto antes, proa al viento y sin mirar atrás – que las estatuas de yodo siempre se arrepienten de su sino, deseando no ser nada salvo espinos del alambre cercenante con el que atrapan su ansiedad.
¿De qué sirve que el vigía vea el peligro si no se le cree, o si nadie más comprende rango y actuación de lo advertido, quizá incluso hasta su definición?
Día ventitrés.
La noche trae silencios tan espesos que se oyen dentro de las mentes, pausas tan profundas que sus ecos resuenan torvamente durante largos momentos, rebotando en las paredes desgastadas del cansancio llegado mientras no se percibía su traición. Es cuando la mente acude a los abismos de la razón, y sin saber de protecciones cae en esas trampas circulares, tan bien dispuestas siempre por nosotros mismos en un previo acceso de desazón.
Me pregunto qué significado tendrá una sola noche de amor auténtico para alguien que, otras mil noches previas quiso ser parte de salaz contra natura, que consciente eligiera plegar su voluntad a los instintos - a sabiendas de los daños y entendiendo consecuencias, tan fácil todo de evitar. Qué poco podrá borrar un beso sincero de un tablero tan manido y cuarteado, cuántos gestos de ternura harn falta para que se aprenda a distinguir su signo y su efecto se perciba, remplazando la adicción a la bajeza consentida.
Imposible no ligar un juicio al pensamiento de ese abominable ad nauseam, como también es imposible creer que sus efectos sean reversibles. ¿Qué milagros harán falta para romper la sucia impronta obscena, y si al final lo hacen, cómo quedarán aquellos que dejaron piel y ojos en su empeño de lograr restituir bondades donde antes sólo ira daba placer? ¿Qué caricia suave podrá ya restaurar un sentir baqueteado de una piel ya revenida por inmoral abuso y malhacer?
Dicen algunos de poder cambiar, de rectificar el rumbo y vivir nuevos futuros sin las lacras del pasado dominando cada instante del presente con ladino recurrir – pero no les creo realmente, porque no veo los signos claros ni la resolución se deja inspeccionar, sólo se tapan bajo capas cada vez más gruesas las manchas no lavadas, que en el fondo no se saben distinguir de tonalidades parcas del descolorido error. Quizá sea que no les quiera creer, aunque lo intentara mas no pueda en ello ya pensar.
La noche trae las simas del recuerdo no vivido, en las que se desea caer tan dentro que no se pueda ya de nuevo despertar.
Día venticuatro.
Último día. Sin más plan que baldear una cubierta que ya reluce, aplicar resina en las cornamusas ajadas por el sol y las escoras, reparar pequeños daños provocados por la navegación. Con el final regreso al caladero para un último descanso antes de dejar el barco a solas hasta la próxima estación, un navío fantasma desde entonces y hasta que su casco vuele de nuevo sobra las olas terciopelo de la imaginación.
De nuevo traicionado por el sueño de nostalgia, que me sigue hablando en ese idioma en el que yo aprendiera a hablar, el que se hablaba donde yo crecí, cuando se vivía en un hogar completo que tan en vano ahora me afano en recrear. Pero ya no entiendo los dialectos, ni hay comprensión profunda en mi verdad. Sólo jergas despectivas y crípticos lenguajes de ufanos alquimistas que se burlan del pasado como algo que denostan sin dudar.
Pero la voz del sueño era la misma, la misma llama ardía en su mirar.
Con el albatros alrededor del cuello sigo pautas de rutina, en aras de lo práctico y con la cautela que me da el recuerdo de la evisceración pasada, aprensión que se convierte en miedo al recordar la eslora y manga del dolor creado por la falta. Todo el amor cambiado en su reverso amargo que perdura incluso después de tragar, acompañado de punzada interna del atenazado nudo en el que el ímpetu se fuera a quedar.
Si la deriva fue corta, larga fue su acción - insuficiente pausa pero aún así tan necesaria, recobrando pluma, lengua, y algún esbozo de razón.
Día venticinco.
Cuarto jueves de Agosto. Cierro esta bitácora sin mucho más que añadir, los finales sólo traen los protocolos de la separación estructurada, dejado de soslayo el efecto de restitución. Acabada ya la travesía queda sólo plegar velas y fijar esos amarres al noray paciente del pantanal; es hora de dejar que el dios del mar vele por los barcos que dormidos no surcan las aguas, para que no olviden que fue eso para lo que fueran creados, y no para añorar su despertar.
Con el final cierre de escotillas se captura al aire en las estancias donde, si hay suerte, dormirá a la espera de un siguiente punto de partida en el que despertar. Esperemos no se enrancie y su carácter respirable se mantenga buenamente, y que con él reciba a otra tripulación.
En cuanto a ésta que se marcha, ya está decidido no volver más en el cénit estival, ese en el que el aire ahoga encharcando los pulmones con su pegajosa humedad; el mismo insulso tiempo que con tanto énfasis pretende ocultar su medio-rostro, disfrazándolo con absurdas fiestas maniqueas pasadas de la raya, festejadas por calaña que se jacta de no querer saber de la real festividad. El mareo de tierra nos anuncia que ya no estamos en el mar. Adiós al viento, hasta pronto a la marea, nos veremos viejo hogar, permanece solo en paz.
A modo de epílogo.
Una década más tarde, el itinerante isómero óptico del cielo nos confirma el sotavento de su evolución, el caudal disminuido que sus ojos abarcar ya no pueden por gastados y por secos a pesar de múltiples entuertos sin consolación. Se agita torpemente entre cláusulas pendientes de una interpretación ecuánime que antaño quisiera haber tenido pero sucumbió al peso de la pluma que lo describió.
Hubo viajes y trayectos, singladuras y paseos por igual que por defecto recalaron en muelles de calado amplio y seguro amarre, y que sin embargo no trajeron más sosiego al navegante ni calma al navegar. Qué ironía que se pierdan la memoria y habla con la que ésta podría recrear a aquella una nueva vez, pero después del tiempo sólo hay piedras y al final del viento sólo llega el Tártaro y es cuando la risa de Eris nos contagia de su traición.
Se desatará pronto la noche, desleída entre las hebras de una niebla fría, gris e indiferente como lo fuera su premonición de serlo inevitable anticipo de la oscuridad. El calafateado silencio es todo lo que queda.